Una figura geométrica. Un poliedro apenas esbozado. Una estructura misteriosa, o quizá no tanto. Algo que subyace a todas las cosas… Y a su alrededor, como en continúa fuga, instantes que tratan de ser aprehendidos.
De camino a casa, mientras miro a la gente pasar, pienso en quién es ese yo que ahora escribe… Tal vez por miedo a conocer la verdad, a desmontar mi ficción, yo también, como todos, concluyo que no quiero saberlo. Lo que de verdad me interesa ahora es acercarme un poco más a ese extraño ser que imaginaba aquellas escenas que no consigo quitarme de la cabeza. O de mi cuerpo, porque en realidad no estoy muy seguro de dónde se alojaron.
Aliviado, regreso a mi espacio cotidiano. Rutina… Sólo el torpe transcurrir del día a día.
Poco a poco, casi sin quererlo, empiezo a reconocerme… Sin embargo, ni siquiera soy capaz de atravesar la primera capa, la superficie de aquella obsesión. Siempre hay algo que vuelve a escapar, que muta y no acierta a afirmarse.
Lo sé, necesito descansar. Cierro los ojos. Y así, lentamente, la máquina se relaja. Ahora el deseo, mi deseo, su deseo, hace que la red, la trama, se desvanezca. Entonces, sólo entonces, me acerco de verdad al centro, al lugar donde la representación no existe, donde ya no hay discurso. El lugar donde “todo es vida y vivido”[1].
Aquellas escenas habían estado siempre allí, delante de mí.
Sólo que no era capaz de verlas.
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[1] Antonin Artaud, “Le Pése-nerfs”, en: Oeuvres completes I, Gallimard, París, 1976, p. 112.
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Embestir frontalmente esa compleja red de relaciones en la que determinadas formas de poder y saber dan carta de constitución a determinados efectos de verdad y realidad que modelan y coaccionan las diferentes formas de subjetivación del individuo. Afirmarse como una querella radicalmente hostil, una potencia arrojada contra la matriz de de esos “dispositivos” desvelados y denunciados por Foucault en obras como Historia de la locura en la época clásica, La verdad y las formas jurídicas o el seminario Los Anormales, y luego retomados, con diferentes matices, por otros autores como Deleuze o Agamben[1]. Rebelarse, aunque sea de forma efímera, contra esa trama de conexiones entre instituciones, reglas, hábitos de conducta y procesos económicos, sociales y culturales que, asentados sobre una serie de prácticas discursivas y no discursivas, terminan produciendo sujetos cómplices con el sistema. Sujetos que confunden el “ser sujetos” con el “estar sujetos”, y en consecuencia, acaban rendidos a una lógica que controla, modela y determina sus gestos, actitudes y comportamientos…
La producción artística de Alain Urrutia es un acto de disidencia no premeditado; el resultado de un ejercicio de sinceridad brutal. Tanto como para confiar en que la pintura pueda volver a ser una disciplina reveladora, un espacio de liberación donde apresar esos instantes que se filtran por las grietas de la estructura en determinados momentos de relajación de la máquina.
En su obra, el hecho pictórico aparece siempre bajado del pedestal, subvertido, desprovisto de esa naturaleza monumental y grandilocuente que la gran tradición de las Bellas Artes le otorgó durante siglos. Ni mimesis ni celebración: ante nosotros una contingencia, una continuidad autoconsciente restringida al plano de lo subjetivo y en íntima conexión con la memoria y la historia particular del sujeto actuante, de aquel que ejecuta la representación. Si es que todavía podemos seguir llamándola así, porque lo que vemos no es una sola cosa, sino una multiplicidad. Una suma heterogénea de vectores y fuerzas en la que los fragmentos ni siquiera pretenden construir un todo.
Resistirse una y otra vez a cerrar el acto de la pintura. Acaso porque dicha clausura supondría el final de los interrogantes, la ruptura del enigma. En otras palabras, el comienzo de la enunciación, la perpetuación del dispositivo, del cuadro, del arte, del sistema.
La suya es, como ocurría en el célebre análisis de la obra de Francis Bacon[2], una lógica de la sensación, del acontecimiento y la experiencia. Duración como vibración de lo sensible que se aferra desesperadamente a una presencia concreta, determinada pero nunca determinante. Porque sabe que pasará pronto y podría ser otra. De hecho, nunca volverá a ser igual. Ni para él ni para nosotros. Por eso esa parte, ese fragmento, en cada montaje, en cada exposición, podrá variar, alterar el conjunto, o incluso desparecer de la escena[3].
Bajo este orden de cosas, la experiencia de la pintura deviene algo estrictamente físico, pero también compuesto. Una amalgama de historias, relatos e individuos que no puede ser pensada porque es anterior a toda formación del lenguaje o la razón: un simple encuentro, una fisicidad ondulante que gravita en torno a esas tres claves que nos obsesionan: la figura, la sensación y el cuerpo.
Y en torno a ellas, el deseo, siempre el deseo.
Un deseo que le lleva a anular, mediante su fijación sobre la superficie del cuadro, los detalles de cientos de fotografías ni mucho menos casuales, ni mucho menos azarosas, ni mucho menos anónimas. Porque sólo él conoce las fechas, los nombres, los lugares…
Un deseo que le lleva a transformar, mediante la veladura, el desenfoque o una gama cromática muy limitada –restringida voluntariamente a blancos, negros y grises-, el original fotográfico, como si él mismo quisiera revocar, ya de partida, el relato que cualquier historiador pudiera construir en torno a su obra. Un relato ficticio, como todos, que nos llevaría desde Raul De Keyser o Gerhard Richter a Luc Tuymans, pasando por Michäel Borremans, y quién sabe si Christian Boltanski, Marlene Dumas… Para volver a empezar; pero, ¿acaso importa ahora eso?
Un deseo que le lleva a enfrentarse de forma voluntaria al régimen de hipervisibilidad generado por el capitalismo mediante la inscripción en él de una paradoja. La estrategia es, en cierto modo, sencilla, y parte de la idea de que la mejor forma de quebrar la red, el dispositivo, es saturar su horizonte simbólico con sus mismas herramientas. En otras palabras, generar nuevos signos temblorosos y palpitantes que se superpongan, como camuflados, a los ya existentes, para instaurar momentos críticos en la cadena de acontecimientos de la visualidad contemporánea. Como un desgarrón en la máquina-ojo. O quizá mejor, como un roto en la trama de ese tejido iconográfico que nos constituye y nos determina como sujetos.
Decía Népomucene Lemercier que “una palabra dicha al azar rompía el hilo de nuestras tramas”[4]. Urrutia añade a esa sentencia la posibilidad de convocar también allí, como parte de ese azar, a los fantasmas de la memoria involuntaria[5]. Una memoria que nos reconcilia con nuestro pasado y nos ayuda a superar las discontinuidades de nuestra historia. Una especie de shock pictórico consignado a paralizar esa sucesión de hechos aparentemente ordenados y regulados que nos lleva pensar, continuamente, que la vida, nuestra vida, sigue su curso con normalidad.
Podría parecer, no obstante, y a tenor de lo dicho, que Urrutia anhelase ubicar su producción artística en una dimensión ajena a la realidad. Un plano tal vez paralelo, acaso tangencial, en el cual ese recurso para-con-contra la fotografía respondiera a un cierto anhelo de evasión o transcendencia que se demostrase proclive al desarrollo de una cierta tautología de la disciplina. Nada podría estar más lejos de su verdadero propósito. La pintura de Urrutia se ejecuta desde el plano de la pura inmanencia, y desde ahí, aferrada a la realidad más cruda, se propone como un infinito despliegue de emociones e intensidades de naturaleza heterogénea que rechazan cualquier idea de unidad.
No obstante, esta última afirmación también necesitaría ser matizada, pues la palabra inmanencia no sería sinónima aquí, como muchos pudieran pensar, de realismo. De hecho, como ya avanzábamos anteriormente, en la obra de Urrutia la mimesis se encuentra deslocalizada, travestida, incluso llega a ser voluntariamente entorpecida en un doble sentido. De una parte, como hemos visto, mediante un procesamiento conceptual de la imagen que huye de la realidad tal y como la perciben los ingenios electrónicos contemporáneos, con todo lo que ello supone para la consabida equivalencia entre verdad y fotografía. Por otra, mediante la aparición literal, en el plano pictórico, de elementos que obstaculizan la visión e impiden el establecimiento de cualquier relato en torno a la representación.
Un ejemplo claro de esto último lo encontraríamos en su tratamiento del rostro humano, que aparece siempre fragmentado, interrumpido por planos de color y otros objetos, o directamente recortado, condenando a la identidad de la figura a un cierto exilio[6]. Y lo mismo ocurre, en múltiples ocasiones, con los objetos y con otros reflejos, extraídos de quién sabe dónde.
Descontextualizada, la escena original permanece siempre ajena al espectador. Eludida y elidida, instaurada como fractura. Distopía más que posible cuyo único objetivo es perturbar, acercar al espectador a ese estado entre-dos, a caballo entre la realidad y la transcendencia, que es la revelación profana. Una hipnosis en y desde lo material que se prolongaría también como espacialidad, yendo más allá de la superficie del cuadro y de la fijación de la pintura para golpear directamente al montaje expositivo, en el que ahora, la escala y ciertos dispositivos de control visual adquieren una nueva y perversa presencia. A modo de máquinas de tortura extraídas de algún pasaje de nuestro doliente imaginario que hacen aún más evidentes, si cabe, los mecanismos que gobiernan al ojo y la mirada. Ellos nos avisan de que aquello que contienen en su seno es peligroso. Y una vez expuestos a ellos, nada volverá a ser lo mismo.
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[1] Sobre los orígenes y la diferencias entre la concepción del dispositivo en las obras de Michel Foucault, Gilles Deleuze y Giorgio Agamben, resulta ilustrador el ensayo de Luis García Fanlo: “¿Qué es un dispositivo?: Foucault, Deleuze y Agamben, A Parte Rei Revista de Filosofía, nº74, Marzo de 2011. Disponible en la página web: http://serbal.pntic.mec.es/~cmunoz11/fanlo74.pdf.
[2] Gilles Deleuze, Lógica de la sensación, Arena Libros, Madrid, 2002 [2005].
[3] En relación con esto, resulta paradigmático observar cómo Alain Urrutia juega con la posición y la presencia/desaparición de los diferentes cuadros que componen sus obras, que aparecen determinados no sólo por el espacio expositivo, sino también por estados de ánimo, sensaciones o intensidades.
[4] Recogido en: Jean –François Chevrier, “La trama y el azar”, en: VV.AA. XIV Jornadas de Estudio de la Imagen de la Comunidad de Madrid. Una tirada de dados: sobre el azar en el arte contemporáneo, Comunidad de Madrid, 2008, p. 54.
[5] “Allí donde domina la experiencia en el sentido estricto, asistimos a la conjunción, en el seno de la memoria, entre contenidos del pasado individual y contenidos del pasado colectivo”. Walter Benjamin, “Sur quelques thèmes baudelairiens” (1939), en: Oeuvres II, Poésie er révolution, trad. De Maurice de Gandillac, Denoël/Lettres Nouvelles, París, 1971, p. 230. Ibidem, p. 55.
[6] Ejemplos paradigmáticos de ello serían obras como Shoot First, Ask Later (2011) o Redone Brassillach, Vrouw o Judith II (2012).